Hace quince años, en abril del 2007, la Ciudad de México aprobó la despenalización del aborto y comenzó a ofrecer el servicio en hospitales públicos e instituciones de salud. Para esa fecha yo tenía diecinueve años y nueve semanas de embarazo. Comencé a sentir cambios en mi corporalidad sin saberlo. Lo primero fue el cansancio. Trabajaba en una cooperativa de alimentos de siete de la mañana a cuatro y media de la tarde. Salía corriendo a la escuela y tenía clases de cinco de la tarde a nueve de la noche. Pensaba: “¡claro! Trabajo mucho, por eso no rindo”, “Me quedo dormida en clase, y me cuesta hacer las cosas que antes me eran tan sencillas”. Unas semanas después mis senos comenzaron a crecer y mi cadera se ensanchó. La alerta máxima fue cuando en ayunas iniciaron las náuseas y vómitos sin sentido. Cinco años antes inicié mi vida sexual buscando mi placer, sin culpas aunque mal vista por mi entorno. En aquellos días cambié mi relación de abierta a monógama. Dejé de usar condón pensando que la exclusividad sexual y el método salte antes de venirte… funcionaría. La primera prueba casera dió positiva. La segunda de orina en laboratorio dio positiva. La tercera de sangre dio positiva. Me recuerdo sola. En mi viaje de independencia, vivía en un cuarto rentado en la azotea de una casa en Santo Domingo, Coyoacán. No podía contárselo a Normis o a Mario. Pensé que se sentirían decepcionados de mi. Ellos me criaron, y al llegar a la pubertad insistían: “no vayas a salir con tu domingo siete ¡eh!”, “Aprende de tu vecina, mira… Tan chiquita, ¡y ya con hijos!”.
Sabía que no contaba con ellos para confiarles algo tan delicado para mí. Embebida en la relación de pareja que tenía entonces, me alejé de amistades y conocencias. Sentí no tener a nadie. Hoy lo sé: me tenía solo a mi misma. Tomar la decisión implicaba ir a contra tiempo. Ya en ese entonces sabía, por la experiencia de una compañera, lo que era un aborto. Cómo se hacía, con quién, los riesgos, pero sobre todo los costos. Había que juntar el dinero pronto. Ganaba mil pesos a la semana, a veces menos, y pagaba mil pesos de renta al mes. El resto era para comidas, copias y pasajes. Me sentí sin salida. Y con todo estaba segura: no quería seguir con el embarazo. En mi dependencia emocional regulada por el amor romántico, lo dudé tres veces. La primera cuando la pareja de entonces me abrazó saliendo del laboratorio. La segunda cuando me dijo que me cuidaría y que seríamos una familia. La tercera cuando investigué los posibles riesgos de quedar estéril. Pensaba: “tengo miedo… No sé qué hacer”, “¡Una familia! Lo que siempre había querido”, »Sí quiero tener hijos, pero no todavía”.
El tiempo siguió transcurriendo hasta que la-amiga-de-un-amigo-familiar-de-la-entonces-pareja le pasó el teléfono de un médico que se dedicaba a hacer el procedimiento. Cobraba seis mil pesos. La cita médica en su hospital privado fue manipuladora: “Nombre de la señora”, “Quítese la ropa”, “Pase por aquí”, “Mire: aquí está su corazoncito… Ésta… es una piernita”. El médico indicó que tenía trece semanas. Que no era seguro hacer el procedimiento con pastillas, y que de continuar tendría que ser en el hospital público en donde esto se realizaba (¡hoy sé!) de manera gratuita. Me dijo: “¡junten el dinero!”, “Tómese esta pastilla que le va a provocar el sangrado y llega mañana diciendo que fue espontáneo para que la dejen pasar”. Pocas veces había ido a una clínica. La última había sido a los dieciséis años, donde el médico me pidió quitarme toda la ropa para hacer un examen médico. Hoy sé que fue abuso.
Los días seguían pasando y los malestares aumentaban. Seguía yendo a trabajar y a la escuela: agotada y sin tiempo o claridad para pensar, sentir, accionar. Cuando tomé la decisión, investigué en qué clínicas lo hacían. Seguí el protocolo del entonces Seguro Popular en la primera clínica, y me topé con su negativa por no contar con especialistas. . En la segunda, donde nos tenían en una misma sala tanto a las que recibían a sus criaturas, como a las que buscábamos abortar, no pudieron ayudarme por falta del medicamento. En la última, después de manipularme durante el ultrasonido, me dijeron que me quedaría estéril, y al salir me abordó una persona mostrándome imágenes de legrados, figurillas de embriones y gritando: “¡no le haga eso a su bebé!”.
Era viernes…
Era viernes. Pedí permiso en el trabajo para faltar. Tenía clase de antropología simbólica. Compré unas toallas sanitarias de flujo abundante. Amaneció y me dirigí al hospital mientras la pareja conseguía el dinero. Me despedí en la puerta y entré a ese ambiente hostil que, a la fecha, me aleja tanto de donde se supone que deben cuidar de nuestra salud. La jefa de área solicitó nuevamente un ultrasonido… Y una vez más la manipulación. En una sala oscura, viendo un monitor con un pequeño bip, bip, bip, insistían en que aún tenía forma de salvar el producto. Me traían como un zombie caminando de un pasillo a otro, subiendo escaleras con una sensación de extrañamiento. Mandé un último mensaje: “estoy por entrar”. Me pasaron con el médico que ya conocía mi intención. Ingresé a la nueva sala, y solo me preguntó: “¿estás segura?”, “Vamos a realizar un legrado por las semanas que tienes”, “La pastilla ya hizo su trabajo, ayudó a desprender. Sin embargo, hay que succionar y raspar para evitar una infección”, “No te pondré anestesia para que me digas de cualquier molestia insoportable, y evitar una perforación”, “Posteriormente te mandaré antibióticos que debes tomar durante una semana”, “Ya que estemos ahí, te colocaré un DIU para prevenir”. Solo asentí.
Me subí a la cama. Abrí las piernas. Sentí frío, dolor, pinzas, succión, dolor, angustia, frío. Mientras estaba acostada me imaginaba que el producto se aferraba a mis paredes. Tuve que lidiar con esa sensación mucho tiempo. Lloré. Terminó. Me hice bolita de lado y lloré en silencio otra vez. El médico salió y me dijo: “ya terminamos, puede vestirse”. Sola en esa sala volví al modo zombie, bloqueé mis emociones, tragué el llanto, apreté los dientes y comencé a vestirme. Saliendo estaba ya la pareja con el dinero. Lo hicieron pasar mientras yo esperaba sentada con los ojos muy abiertos. No recuerdo siquiera el trayecto de regreso a casa. No hablé durante los dos días posteriores. Al lunes siguiente regresé al trabajo, a la escuela, a las tareas cotidianas. Sangrando y llorando durante una semana. Una extraña sensación de alivio y dolor me acompañó durante años. Hija de la culpa cristiana, del amor romántico y la dependencia emocional, usé muchas veces esta vivencia para lastimarme y pensar que era una mala persona. Que no merecía ni vida ni alegría.
Hoy, a quince años en la Ciudad de México, y a unos meses de haberse aprobado la despenalización del aborto en todo el país, vuelvo a abrir los ojos grandes para mirarme a los diecinueve, llena de miedo y culpa. Me recuerdo que aún queda mucho camino para asegurar nuestros derechos. Que el aborto sigue siendo un tema tabú, escondido y penado socialmente. Que a quienes decidimos interrumpir el embarazo se nos sigue mirando con desprecio en nuestras familias, y somos excluidas del club de la buena mujer. Que nos iremos al infierno, dicen, y esta carga es muy pesada cuando se cree que el infierno existe, pues la culpa nos destruye la autoestima. Que al tomar la decisión, perdemos nuestro valor como personas. Que las terribles prácticas médicas en los centros de salud, sobre todo si somos precarizadas, aún nos dañan. Que las opiniones de quienes se supone deberían apoyarnos, todavía nos someten.
Cierro los ojos mientras soplo la vela de los treinta y cuatro. Deseo que nadie tenga que pasar por lo que yo hace quince años. Que no quede solo en una ley vacía. Que nunca más se encierre a quienes decidieron libremente. Que no haya más la obligación de expiarnos ante quienes nos reprueban por tomar la decisión de vivir nuestro placer.