En estos días que nos recuerdan aquello que parece tan intangible y que acontece a todo lo que habita esta Tierra, diversas formas de entenderla han pasado por los caminos del conocimiento colectivo. A través de la oralidad nos enseñamos qué es eso de vivir la muerte.
Para quienes habitaron estas tierras hace más de quinientos años, el problema no era tanto la muerte como la vida en sí. En el diálogo entre los ciclos de lo que nace y lo que muere, había una unión inseparable de ambos como parte de un mismo proceso. Desde entonces y hasta ahora continua una visión muy arraigada a nuestra forma de ver la vida de lo que pasa cuando algo muere: jugamos con la muerte en frases que nos matan de risa; evocamos su presencia en lo que ya no necesitamos de nosotras; ofrendamos nuestros duelos y la llevamos en el día a día.
En días como estos donde los desfiles, catrinas y altares nos impregnan el olor a copal con cempoalxóchitl, nos miramos de frente a la muerte; la encontramos en cada esquina en todas sus variadas formas e intensos colores. Muchas de nosotras cada día honramos a trece de nuestras hermanas por haber sido arrebatadas de aquello tan valioso: el fuego de la vida.
¿Qué hacer con tanta muerte entre nosotras? ¿Qué hacer con la sensación que nos provoca la certeza de que todas volveremos a ser polvo de estrellas? La respuesta: crear. Este es un llamado a compartir nuestras creaciones, porque el movimiento se resiste a lo que se queda quieto y se pudre; porque nuestra palabra, nuestro canto y sus respiraciones se resisten al silencio del vacío; porque nuestras letras, fotos, historias, recuerdos, imaginación y todo lo que nos anima, es nuestra forma de saludar a la muerte y decirle: «aquí estamos, ¡vivitas y coleando!».
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