¡Ndali! Genealogía materna: mis raíces mazatecas

En memoria de mi primo Lalo C.

Para celebrar mi cumpleaños viajé a Oaxaca. Por al menos dos años no tuve dinero para regresar, cayó la pandemia y no quise arriesgar a mi familia. Por fin logré salir de vacaciones y fui al pueblo de mi papá en la sierra zapoteca, luego viajé por una impresionante cadena montañosa y de un clima caluroso que te hace sudar inmediatamente después de bañarte, pasé al frío en un solo día.

Para llegar al pueblo de mi mamá. Tomé una camioneta, luego una Urvan. Me quedé una noche en casa de una prima. Al día siguiente esperé “una ruta o chimeco” que me dejó más cerca del sitio de taxis colectivos, en el que estuve apretujada en el asiento del copiloto casi encima del conductor por casi una hora y media. Afortunadamente cuando llegué al siguiente pueblo pude caminar un rato y comprar mangos y verdura para mis tíos hasta que salió mi siguiente transporte. Durante dos horas y media pase por los pueblos que mi mamá había nombrado en sus anécdotas, era como si ella estuviera conmigo, hasta que llegué a mi penúltima parada en la sierra mazateca. 

Margarita, mi mamá; nació en un pueblo del municipio de San Miguel Huautepec, de ahí que siempre que me preguntan de qué parte de Oaxaca es, les respondo: de Huautla de Jiménez, porque casi todas hemos escuchado sobre Sabina y los hongos alucinógenos. Mi bisabuela también se llamaba Sabina y decían que era “nahuala”, por eso luego me creo bruja pero  esa es otra historia. 

Mi mamá emigró a los 11 años a “México”, a la capital pues. Conviví poco con mis abuelitos Aurora y Tiburcio, ellos fallecieron en mi adolescencia. Invoco el recuerdo de mi abuela y es como si hablara en mi oído. La cadencia de su voz, su ternura y su esencia. Su cuerpo delgado, su cabello con trenzas, su vestido floreado de una pieza, confeccionado exclusivamente para ella. Sus huaraches negros de plástico, su cocina hecha de adobe y el techo de palma en donde me sentaba a oír las conversaciones en mazateco que, aunque no entendía aún puedo reconocer ciertas palabras cuando lo escucho.

Desde aquel entonces cuando voy de visita al pueblo en lugar de quedarme en “la casa grande”, me quedo con mis tíos abuelos: Sofía y Luis. Mi mamá es como su hija y yo su nieta. Mi tía Sofía, es la hija mayor de Gabino y María Teresa, pero no se casó porque su hermano menor Luis no lo había hecho y “no tendría quien lo cuidara de anciano”. Ellos son hermanos de mi abuelo. 

Hace varios años decidí que no quería estar en la CDMX, así que me fui a vender ropa con mi mamá de casa en casa hasta que ella se regresó y me quedé sola recorriendo el pueblo. Caminé por las veredas de tierra naranja, rodeada de cafetales, platanales y árboles de cientos de años. Conocí a primos y tías lejanas, paisanas de mi mamá que me abrieron las puertas de su casa. 

¡Ndali!, es como decir ¡hola!, buen día, buena tarde o noche en mazateco, además al saludar, las personas no se dan un apretón de manos como lo hemos aprendido, al menos acá en la Ciudad de México. El saludo en algunas comunidades mazatecas es similar a una caricia de palma con palma. Las manos apenas se rozan y vuelven a su posición original. Cuando era más pequeña se me olvidaba y me quedaba con el brazo estirado esperando a que mi interlocutor sostuviera mi mano. 

—¡Ndali! soy Brenda, hija de Margarita, hija del finado Tiburcio—, me presentaba e intentaba parecer local. Seguramente mi acento me delataba, sin embargo; era como si me conocieran de toda la vida. —Solo tengo frijoles— me decían, —¡UFFAAAAS!— ¡Dobleteaba plato de tan sabrosos que estaban!, con una salsa martajada y tortillas de maíz recién hechas. Esta es una de las memorias que más ama mi corazón: la comida. En ella existe toda una tradición que pasa de generación en generación. 

—Cuando llegues a tal lugar, pregunta por tu prima. Ella vive en una de las tres casitas de la desviación, seguro te puede ayudar para llegar al pueblo—, me dijo mi mamá preocupada porque no me supiera el camino. Sin problema podía llegar a casa de mis tíos abuelos pero decidí tomar en cuenta las palabras de mi amá. Avancé a una casita hecha con palos de madera y de lámina de metal. Por un hueco, se asomó un hombre y al ver que caminaba hacia él salió para verme. Era un hombre de unos treinta y tantos años, le pregunté por mi prima.

—¡Aquí no vive!, me miró con desconfianza, entonces mencioné que era mi familiar. 

—¿De México? me interpeló el hombre y dije: —¡Sí, voy a ver a su papá!

—Ella radica desde hace dos meses en otro estado, pero toma asiento y ahorita te conseguimos un taxi para que bajes—. 

Inmediatamente pensé en el cuento “No sé quién, no sé qué”, de los Cuentos de la Calle Broca. En el que el personaje “Hombre con Suerte” tiene que realizar un viaje muy largo para encontrar algo. Su esposa le dice que cuando llegue al fin del mundo habrá una casa y deberá tomar un baño allí, como última instrucción le entrega una toalla y le pide que se seque con ella, con ninguna otra. El hombre hace lo que su esposa le pide. La dueña de la casa era una bruja que esperaba comérselo, hasta que vio la toalla y exclamó: —¡Yerno!, estás casado con mi hija, nadie más borda de esa manera—, y le ayudó a llegar a su destino. 

Así me imaginé ese momento. Mi genealogía es como una gran red que se extiende por debajo de la tierra y me abraza cuando es necesario. 

Doña Elia, es mi tía abuela “política”. Su finado esposo era hermano de mi abuelito.

Pasaban varios autos y camionetas porque estábamos sobre la carretera, hasta que el suegro de mi prima detuvo uno y dio indicaciones. Agradecí y me subí. Todo seguía igual, me bajé y me emocioné de ver la vereda que me llevaría a la casa de mis abuelitos. Pero me detuve en la casa de una tía: Doña Elia. Me ofreció café, un pan y cuando vi ya había servido un plato de caldo de pollo. La verdad moría de hambre pero era necesario conservar mi apetito para comer con mis tíos, aún así no pude negarme al delicioso sazón de Doña Elia. ¡Ni pepe!, guardé un hueco en mi panza en donde más tarde cayó un tamal, pollo y café. 

¡Por fin! Cuando me vieron entrar por la puerta no me reconocieron, si supieran que yo tampoco lo hago a veces. Dejé mis cosas y abracé a mi tío: —¡Mijita, chula por fin viniste!—. ¡Diosas! realmente ese saludo, esa frase, me llenó de ternura, de dolor, pero me hizo sentirme amada. Abracé a mi tía Sofía y besé su cabeza, traté de contarles de mi vida en la ciudad “monstruo”, les enseñé un poco de mi registro de fotos y videos desde mi celular. Pero siempre es difícil con mi tía porque ella entiende muy poco debido a que no pudo ir a la escuela, mientras que mi tío fue a la primaria donde aprendió a leer, escribir y hablar en español.  

Más tarde fui a casa del hermano mayor de mi mamá, mi tío Ricardo y mi tía Irlanda. Me ofrecieron cenar pero ya no me cabía algo más, tomé un poco de café y fui feliz al verlos. Me subí a una de las partes más altas de la casa. Me acordé de mí y de todas las personas que había visitado antes, muchas fallecieron durante la pandemia, otras ni siquiera se pusieron la vacuna por miedo. 

Mi visita terminó y pasé por el aguardiente que encargué unos días antes. Mi mamá me dio instrucciones: —Dile al del taxi que se detenga en la casa de Cayetano Pineda, pide del bueno porque hay dos tipos—. El aguardiente está hecho de caña, el proceso es muy costoso pero es una de las bebidas típicas de la zona y muy baratas. El aguardiente del “bueno” contiene 40 grados de alcohol y el “normal” solo 36 grados. 

Mi abuelito Tiburcio, todos los días se echaba sus copitas, ahora entiendo porque la cantidad. El aguardiente que compré esta vez era para mi tía Valeria en el pueblo de mi papá, porque por allá no lo producen y es usado para curar. Una copita para la tos y ¡ámonos’! se te abre la garganta. 

La aventura terminó conmigo de vuelta a la CDMX con la corazona contenta, llena de gratitud. Con muchas fuerzas, descansada, emocionada de que me estén leyendo. Deseando regresar pronto. 

Un poco más consciente de mi entorno, de esa forma en la que aprendí en la escuela a ver a las comunidades indígenas como “el otro”. 

Reconocí a mi madre, su color de piel café y lampiña, su estatura de 1.45 metros, sus ojos cafés, su cabello negro, la forma de su cara, sus pómulos pronunciados, su acento. Me reconocí, miro todos los días estas características en el espejo. Definitivamente la forma en la que una percibe las cosas después del feminismo es diametralmente distinta. 

¿A ustedes les ha pasado? 

Escríbanme en Instagram a @brenmtz.c armemos un texto con sus anécdotas y fotografías. 

Abrazo

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