Llega la muerte…

Llega la muerte…

Día de muertos es día de fiesta en México, el país entero se viste de colores, los panteones se llenan de gente y no faltan las apropiaciones y sincretismos que nos hacen salir a la calle para caminar por las ciudades entre catrinas y catrines. Es una fiesta, decimos mientras comemos pan de muerto remojado en espeso chocolate y acomodamos la foto de las abuelas y los abuelos en la ofrenda. 

Pese al jolgorio que nos ocupa año con año, la verdad es que para las y los mexicanos la muerte no es cosa fácil.  No hables de eso, dicen las mamás, como si con la palabra y el pensamiento invocáramos la fatalidad de la visita incómoda que nos dejará incompletos.  Y no, no hablamos de ella, no prevemos el desenlace y única certeza para todo aquello que está vivo.  Pocas veces quien se marcha tenía listo un testamento, un seguro de gastos funerarios o expresada su última voluntad. La muerte es cosa de los vivos, que resuelven, siempre resuelven qué hacer con el cuerpo, quién, juicio de por medio, se queda con la casa y quién con el terreno. 

Sin importar si la nombramos, la pensamos o la evadimos llega la muerte, nos alcanza y nos arranca pedacitos de historia, se lleva personas amadas y parece que nunca estamos listos para dejarlas ir.  El ritual convida durante nueve días a propios y extraños a orar por el descanso del muerto y la resignación de los deudos, comemos pan con café, entre parientes que nunca vemos y vecinos que solidarios prestaron sus sillas para que todos estuvieran sentados durante el rezo.  

Después, después viene la culpa, el miedo al olvido, la tristeza honda de sentir que si nos sentimos mejor es porque no amamos lo suficiente. Los apegos en las familias mexicanas trascienden a la muerte, y así, la próxima nieta lleva el nombre de la abuela, en un afán de conservar algo de ella. 

Cubrimos el recuerdo del fallecido con un halo de santidad, ahora nos cuida desde el cielo. La muerte nos arranca la humanidad, los errores se vuelven jocosas anécdotas, los aciertos se magnifican y se difuminan nuestros matices en las memorias de quienes caminaron a nuestro lado. 

La verdad es que no, la muerte nunca es una fiesta, es la conciencia y la resistencia a la finitud. 

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