Ha llegado el primer mes de un nuevo año. Con la pandemia y su cuarta ola en puerta, algunas volvemos a restringir nuestras salidas. Entre el aumento de los contagios y las necesidades económicas, el miedo se cuela por la ventana como el viento frío. La llamada cuesta de enero nos pega en el bolsillo y en muchas ocasiones también en el ánimo. Como si hubiera escasez de los recursos para la sobrevivencia psicoemocional. Los anuncios en redes y medios masivos nos lanzan mensajes: –Ahora sí iniciar nuestros proyectos, ahora sí darle cauce a todo lo que quedó pendiente, ahora sí terminar el proyecto, ahora sí iniciar la dieta, ahora sí… Cuando escucho, veo o leo estos mensajes me recorre esa electricidad ansiosa de quién solo quiere sobrevivir y pasarla bien en el proceso.
Me resulta cada vez más difícil tomar ánimos para intentar revertir una situación que es resultado de años de precarización, formas de explotación y falta de empleo digno. Cuando era niña la idea de progresar a partir de la educación formal me fue inculcada como un camino para salir de la pobreza. Hoy sé que aquello es mucho más complejo. En esta Tierra resulta ser un privilegio. La mayoría no ha visitado jamás una universidad, unas pocas hemos paseado por sus pasillos y auditorios; las menos han terminado una licenciatura, sólo un puñado termina una maestría, doctorado y todo lo que ésta por encima de eso.
Prefiero usar por encima de eso porque el tener un grado de estudio se convierte en un estatus social que pone a unas sobre otras. Cuando iba a la universidad no me veía como una persona privilegiada, me pagaba la sobrevivencia con múltiples trabajos explotados, ¿cómo iba yo a tener un privilegio? sin embargo era así porque allí dónde hay un privilegio hay también una carencia. Cuántas como yo quisieron estudiar una licenciatura y no lo lograron.
Aún hoy agrego a mis capacidades en la semblanza personal antropóloga de formación, porque algo en todo ese proceso me dejó esa academia. Preguntarme si hay otra forma de hacer lo que creo que es «normal o hegemónico» en mi contexto biopsicosociocultural. Cuestionar que la todo lo queme rodea está lleno de símbolos y que lo que se dice no siempre es lo que se piensa. Esas palabras rimbombantes las aprendí ahí. En esas aulas. Aquí quiero aceptar mis contradicciones. Reconocer que también me dan estatus y a veces me aprovecho de ello en los espacios que te piden currículum. Tener presente que estas también me van definiendo. Voy sacando el propio compás moral cuestionando cada vez si quiero ser parte de esos espacios que me piden currículum para validarme y evitar caer en lo que no quiero para mi camino.
Vuelvo al tema del ahora sí, porque me resulta una exigencia que me genera presión y usualmente mucha ansiedad. Ahora sí año nuevo a cumplir tus sueños. Lo escribo, me releo y me río. Cuántas veces me he dicho esto en fechas simbólicas. Muchas. Me he dado cambios vitales en el pasado cuándo decidí al cumplir dieciocho años irme a vivir a una comuna lejos de mis padres porque no soportaba la violencia familiar. Cuando pararon todo durante seis meses en una pausa administrativa en la licenciatura de antropología me fui a otro estado a danzar y dejé la carrera. Decidí dejar toda mi vida económica, ubicación geográfica y relaciones para huir de un potencial feminicida a los días de mi cumpleaños veintiséis. Es cierto que una toma fuerza cuándo las fechas simbólicas llegan, pero la exigencia de hacerlo tiene su revés.
Voy y vamos poco a poco. Un día agarro la cámara me hago autorretratos, otro día leo medio encabezado de algún artículo que me interesa, otro día diseño un poco, otro me levanto y hago barra al piso con mis amigas por zoom, otro simplemente abrazo fuerte a mi pareja en la cama y se que todo está bien. En estos días he tomado una frase que me ayuda a bajarle a ese estrés impuesto por mi entorno. Respiro hondo y digo: ¡Un día a la vez! Sobrevivimos en medio de la pandemia ya hemos hecho bastante.
bmc